lunes, 3 de noviembre de 2025

El templo masónico

 

En el silencio de nuestra Logia, rodeado del simbolismo que nos eleva hacia la verdad y nos instruye, surge en mí la reflexión sobre el paralelismo entre el Templo Masónico y el propio ser humano, pues también nosotros somos templos vivientes en construcción constante.

Desde esta reflexión quise tomar una postura septenaria respecto a los cuerpos que componen al ser humano. Para esta ocasión, me enfocaré en el cuaternario inferior, compuesto por: cuerpo físico, cuerpo vital, cuerpo emocional y cuerpo mental. Cada uno de estos cuerpos implica un trabajo, un cuidado y una vigilancia que nos llevan, paso a paso, hacia el autoconocimiento.

El geógrafo
Johannes Vermeer
Museo Städel, Alemania


El cuerpo físico

Podemos compararlo con los elementos visibles que adornan y estructuran nuestro Templo: las columnas, las luces, los textos y las formas rituales.

El cuerpo físico constituye nuestra propia arquitectura, aquella que nos sostiene y nos permite actuar en el mundo.

Así como mantenemos la pulcritud, el orden y el cuidado de nuestro Templo Masónico, también debemos procurar disciplina y atención hacia nuestro propio cuerpo. El Templo material exige preparación antes y después de cada tenida; del mismo modo, nuestro cuerpo requiere constancia, higiene y fortaleza, pues es la piedra angular sobre la cual se erige todo el edificio interior.

Así como quien se enamora cuida cada detalle; quien ama la masonería cuida el Templo y también su cuerpo, que es su primera herramienta de trabajo.


El cuerpo vital

El cuerpo vital es la energía que nos anima y da movimiento. Para preservarlo debemos cultivar buenos hábitos: un descanso reparador, una alimentación adecuada, y prácticas que fortalezcan nuestras energías internas. En paralelo, el Templo también se nutre de la vitalidad que traemos a él: cada vez que asistimos con alegría, con buena disposición y con voluntad de trabajar, impregnamos sus muros de una energía sutil que lo llena de vida.

  

El cuerpo emocional

Este cuerpo representa nuestros sentires, aquellos que, si no se gobiernan, pueden desbordarse como aguas turbulentas. El cuidado del cuerpo emocional exige vigilancia constante para mantener la serenidad, la templanza y la paz profunda.

En nuestro Templo, las emociones se alimentan de la fraternidad: para cultivar la fraternidad debemos dejar de lado el ego y los sentimientos profanos para poder compartir la armonía con nuestros hermanos.

Recordar es volver los pasos en el corazón, esta frase viene del latín corda que significa corazón, y es allí donde reconocemos que ya nos hemos conocido antes; nuestros lazos van más allá de esta vida. Nada es casualidad: nos hemos reencontrado para continuar tejiendo juntos una hermandad que trasciende el tiempo.

 

El cuerpo mental

El cuerpo mental es la sede de las ideas, el discernimiento y la capacidad creadora. Es allí donde proyectamos y organizamos nuestras acciones, donde se diseñan los planos de nuestra obra interior.

En el Templo Masónico, este cuerpo se refleja en el debate constructivo, en la planificación de obras benéficas y en el apoyo a proyectos que buscan el bien común. Nuestro pensamiento es la escuadra y el compás con que delineamos tanto nuestras vidas como la edificación colectiva que realizamos en la Orden.

 Conclusión

El camino del Masón es arduo, pues exige disciplina sobre cada aspecto de sí mismo. Pero no hay labor más noble que la del autoconocimiento, que nos convierte en constructores conscientes de nuestro propio templo interior.

Venerable Maestro y Queridos Hermanos, concluyo esta plancha con la certeza de que el Templo Masónico no solo se erige en piedra, sino en cada uno de nosotros. Al cuidar nuestro cuerpo, nuestra energía, nuestras emociones y nuestra mente, edificamos juntos un templo eterno, hecho de fraternidad, verdad y luz.


Es mi palabra V:.M:.

A:.F:.R:.C:.

A:.M:.

El espejo de ayer

 

El espejo en el cual mi reflejo se desnuda recorrió los mares del tiempo. Es un collage de experiencias, canciones, libros, relatos, fotografías, películas…

Conversaciones con el “yo” que ya no soy, pero que aún creo ser. Empecé este recorrido errante y buscando la sabiduría en las luces; como todos. La introspección no trae calma, arrastra incomodidad. ¿Porque creo lo que creo? ¿En qué creo? ¿Para dónde voy?

¿Cambio mi rumbo?

Retrato de Arnolfini y su esposa
Jan Van Eyck
National Gallery, London
(Mira el espejo)


Encontrar mi larga lista de sueños a medio hacer, me hiere, me llena de nostalgia por la energía que tuve y ahora se consume en el diario vivir. Pude dar más, lo sé. Pude aprovechar más aquello que tuve enfrente, no lo dudo. Hoy sigo mirando hacia adelante,

conservo la ilusión, pero no me apuro.

Para mí crear nunca fue un oficio, un medio, un trabajo, una tarea. Siempre ha sido una necesidad, una que el mundo en sus híper realidades y realidades, ha convertido en un lujo.

Porque el tiempo no es suficiente, porque el dinero no es suficiente, porque una vida no es suficiente.

Tiene un sabor amargo, vivir la época en que acceder a medios para crear es más fácil que nunca y a la vez, el mundo profano nos jala de los grilletes del costo de vivir, tanto que no deja aire ni para la reflexión.

Me cuesta tanto la introspección, que sentado afuera del templo y un poco antes de la tenida encuentro la claridad mental para expulsar estas letras, un llamado a los hermanos que hoy tienen en la buhardilla, llenos de polvo sus talentos, estos que fueron encomendados a entregar al mundo y sus avatares. Donde en algún momento, en algún oriente; cumplirán su misión, llegando a quién deban llegar, generando un impulso, sembrando una idea, inspirando un sentimiento, creando una intimidad, con quien buscaba esa chispa y l- encuentra sin buscar.

El espejo en el que veo, mira al pasado y le habla al futuro, por ahora solo quiero reflexionar hoy que lo pude lograr. El espejo de ayer.

Es mi palabra…

N:.V:.

A:.M:.


Más allá del Susurro de la Muerte: El Poder del Amor

 

El amor y la muerte han dialogado desde siempre en los mitos y en el espíritu humano. El primero aparece como fuerza creadora, unión y transformación; la segunda como límite inevitable y tránsito ineludible. Allí donde se cruzan, el misterio de la existencia revela que el amor trasciende incluso la tumba.

 

En la tradición griega se cuenta que Eros nació de la unión de Poros, que representa el recurso y la abundancia, y Penía, que encarna la pobreza y la carencia. Por eso el amor es dual: siempre busca lo que no tiene, siempre se esfuerza por alcanzar lo que le falta. No es estático, es impulso de superación. Así comprendemos que el amor humano está hecho de deseo y carencia, de plenitud y búsqueda. También en Japón se dice que Izanagi descendió al Yomi para buscar a su amada Izanami, mostrando que el amor lleva al ser humano incluso a enfrentar la podredumbre de la muerte. En la China, Niulang y Zhinu, separados por la Vía Láctea, se encuentran una vez al año gracias al puente formado por las aves, recordándonos que el amor no se somete al tiempo ni al espacio: une en un instante eterno. Y en las culturas mesoamericanas, Quetzalcóatl baja al Mictlán para rescatar los huesos de los antiguos hombres, movido por amor a la humanidad, para darles nueva vida. En todas estas visiones, el amor es el poder que construye, rescata, vence obstáculos y crea sentido allí donde la lógica esperaba un final.

 

La muerte, en cambio, aparece como destino y tránsito. Hades en Grecia, Yomi en Japón, Mictlán en México: cada cultura la nombra y la reconoce como límite. La muerte recuerda que somos frágiles, que todo ciclo se cumple, pero también enseña que la existencia no se mide por su duración, sino por lo que se siembra antes del último suspiro.

Muerte y vida
Gustav Klimt
Museo Leopold, Austria
 

Hay relatos donde ambas fuerzas se encuentran cara a cara. Orfeo desafía al Hades por Eurídice, Izanagi no teme descender al Yomi, Quetzalcóatl arriesga su divinidad en el inframundo. El mensaje es siempre el mismo: la muerte detiene cuerpos, pero no detiene la fuerza del amor. Así lo enseña también un cuento sencillo: un soldado astuto atrapó a la Muerte en un saco y la colgó de un árbol. Mientras estuvo prisionera, nadie moría; los hombres envejecían y se marchitaban, pero la vida no se extinguía. Y lo que parecía bendición se convirtió en condena, porque la eternidad sin sentido es una prisión. Cuando la Muerte fue liberada, los hombres comprendieron que no se trataba de huir de ella, sino de vivir tanto y tan intensamente que su llegada fuese descanso y no derrota. Algo semejante nos recuerda Tolkien en la historia de los hombres de Númenor: incapaces de aceptar su destino mortal, buscaron prolongarse más allá de lo debido, y esa obsesión los llevó a la ruina. Porque no es la duración de la vida lo que engrandece, sino la intensidad con que se ama, se entrega y se construye en ella.

 

No hablo solo de mitos y cuentos: en mi propia vida he sentido la dificultad de querer permanecer en este mundo, cuando la muerte me susurraba al oído como si me invitara al reposo. En esos instantes de sombra, ha sido el amor el que me ha levantado: el de mis padres, que con sacrificio me dieron estudios y horizonte; el de mis hermanos, que han sido sostén y compañía; el de mi novia, que me ha recordado el sentido de caminar juntos. También el amor sencillo de los animales que nos acompañan me lo ha demostrado. Recientemente, mi perra Guadalupe fue mordida por la serpiente más venenosa de América, la Bothrops asper. La vi debatirse entre la vida y la muerte. Y, sin embargo, sobrevivió al veneno porque estuvo rodeada de cuidado, de manos que la sanaron y voces que la llamaron con cariño. Ella venció a la muerte gracias al amor recibido. Ese episodio me mostró que el amor no es metáfora: es fuerza vital.

 

El amor es lo único que puede transformar el desprecio en dignidad, la exclusión en pertenencia, la humillación en resiliencia. El hombre puede perderlo todo —bienes, títulos, incluso la libertad de su cuerpo—, puede sentir la marginación o el rechazo, pero si en su interior conserva amor, nada ni nadie podrá destruir su esencia. El amor es lo que inspira, lo que cambia, lo que mueve montañas y abre caminos donde solo había muros.

 

Por eso afirmo que el amor no es sentimentalismo, sino principio de construcción. No se trata de prolongar la vida indefinidamente, como el soldado que intentó retener a la Muerte, ni de obsesionarse con la eternidad, como los hombres de Númenor. Se trata de vivir con tanto amor que la obra realizada no muera con nosotros. El amor es más fuerte que la muerte, porque la muerte calla, pero el amor hace hablar a la memoria; la muerte divide, pero el amor reúne; la muerte concluye, pero el amor comienza de nuevo en cada corazón tocado por su fuego.

 

El amor, nacido de la dualidad de Poros y Penía, hecho de abundancia y carencia, se convierte en el mayor recurso del ser humano. Es la luz que vence al desprecio, la chispa que rehace destinos, el faro que nos guía incluso cuando el abismo nos llama.

 

Y también como maestro, como docente, como profesor, he aprendido que el amor con el que damos nuestras clases es una forma de transformar el mundo. Es un amor silencioso, muchas veces invisible, pero que cambia vidas, abre horizontes y construye sociedad. El aula se convierte en un templo donde sembramos luz, y esa luz germina en cada estudiante que un día también brillará en el mundo.

 

Y por eso puedo decir con certeza y con el corazón encendido:

 

Con el amor se puede siempre alcanzar lo mejor.

Con el amor los sueños que tengas se van a cumplir.

 

Porque yo mismo soy prueba de ello: el jugador de rugby que vuelve a levantarse, el guardián que protege la luz, el maestro que enseña con pasión, y el hombre que aprendió que el amor es más fuerte que la muerte.

 

Es mi palabra, Venerable Maestro.

J:.G:.C:.

M:.M:.

domingo, 7 de septiembre de 2025

La Escalera Iniciática y el tránsito consciente por los símbolos

 

La Masonería nos propone un sendero que no es horizontal ni recto, sino ascendente, semejante a una escalera que conduce al cielo interior. Esta escalera iniciática es, a la vez, símbolo y realidad, metáfora del camino que recorremos dentro de la Orden y expresión viva de las etapas del crecimiento espiritual. Cada peldaño corresponde a un aprendizaje, a un trabajo sobre la piedra bruta de nuestra personalidad, a una victoria sobre la ignorancia, el egoísmo y las pasiones que oscurecen nuestra luz.

Relativity
Maurits Cornelis Escher
Gemeentemuseum Den Haag, The Hague,Netherlands


El Primer Grado, el grado de Aprendiz, representa el primer peldaño de esta escalera. Es el punto de partida, el despertar del espíritu que, habiendo sido llamado, se dispone a abandonar las tinieblas de lo profano para caminar hacia la luz del conocimiento. El Aprendiz no sabe aún lo que encontrará en lo alto, pero confía, labora y se ejercita en el silencio, porque comprende que el crecimiento interior exige humildad, disciplina y paciencia. La escalera no puede subirse de un salto: cada peldaño debe ser conquistado con esfuerzo personal y con la ayuda de la fraternidad.

Los grados masónicos no deben ser entendidos únicamente como una jerarquía administrativa o una sucesión de títulos, sino como procesos de transformación interior. Cada grado es una experiencia que reordena nuestra manera de ver y de sentir, ampliando progresivamente nuestra conciencia. El Aprendiz aprende a dominar el ruido interior y a abrir los ojos al lenguaje de los símbolos; el Compañero se ejercita en el estudio y en el análisis comparativo; el Maestro profundiza en los misterios de la vida y de la muerte y se compromete con la transmisión de la tradición. Así, los grados constituyen un mapa de evolución, un recordatorio de que la sabiduría no se obtiene de golpe, sino paso a paso, como quien asciende lentamente hacia la claridad del Oriente.

En este camino, los símbolos se convierten en guías luminosas. Son mucho más que signos gráficos o decorativos: son llaves que abren puertas de comprensión, espejos que nos devuelven imágenes ocultas de nosotros mismos, semillas de ideas que germinan en la mente y en el corazón. El mazo y el cincel, la escuadra y el compás, la plomada y la regla, cada uno de ellos encierra múltiples significados, accesibles al iniciado en la medida en que reflexiona, medita y vive su simbolismo. El paso por los símbolos es, en realidad, un proceso de alquimia interior, donde lo ordinario se convierte en extraordinario, lo material en espiritual, lo aparente en trascendente.

La conciencia individual se ve impactada profundamente cuando comprendemos que cada símbolo no es algo externo, sino un reflejo de nuestra propia vida interior. Al trabajar con ellos, no solo aprendemos a construir un templo en el mundo, sino a edificar nuestro propio templo interior. Cada vez que el Aprendiz contempla un símbolo, se enfrenta a un espejo de sí mismo: la piedra bruta que debe pulir, la escuadra que debe rectificar sus actos, el compás que debe trazar los límites de sus pasiones. En este ejercicio, el iniciado se va descubriendo y transformando, y su conciencia se expande hacia una visión más amplia de la existencia y de la fraternidad.

La escalera iniciática también nos recuerda que no basta con ascender; es necesario que cada peldaño se convierta en una conquista real, que cada grado deje una huella en nuestra conducta y que cada símbolo ilumine nuestra vida cotidiana. Si el Aprendiz se limita a acumular conocimientos sin transformarlos en sabiduría vivida, su ascenso será aparente, y su escalera quedará suspendida en el aire. Pero si cada paso va acompañado de reflexión, silencio, trabajo y fraternidad, entonces la escalera se convierte en un puente sólido entre lo humano y lo divino, entre el yo individual y la gran cadena universal.

El Primer Grado se nos invita a recordar que la Masonería no es un punto de llegada, sino un camino perpetuo de perfeccionamiento. Subir la escalera iniciática no significa buscar honores ni distinciones, sino transformar nuestro ser desde dentro. Los grados son estaciones de aprendizaje, y los símbolos son maestros silenciosos que nos acompañan en ese tránsito. La verdadera luz no se recibe del exterior, sino que se enciende en la conciencia cuando hemos trabajado con sinceridad y constancia en la obra de nuestro propio templo interior.

Que la escalera iniciática nos inspire a subir siempre con humildad y perseverancia, que los grados nos recuerden la responsabilidad que conlleva cada avance, y que los símbolos sigan siendo para nosotros fuentes inagotables de sabiduría y de transformación. Así construiremos, en nuestra conciencia y en nuestra vida, un templo vivo que refleje la fraternidad, la justicia y la armonía que son la esencia de la Masonería.

Es mi palabra VM

G:.G:.C:.

M:.M:.

domingo, 20 de julio de 2025

Las virtudes cardinales en el camino del aprendiz

 

Diptico del duque de Urbino
Pietro della Francesca

La presente plancha constituye un ejercicio de reflexión simbólica en el contexto del primer grado, centrada en las cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Estas virtudes, fundadas en la tradición filosófica clásica y recogidas por el ideario masónico, son pilares fundamentales del proceso iniciático y columnas invisibles que sostienen la edificación del Templo interior.

En el grado de Aprendiz, cada símbolo, cada herramienta y cada silencio adquieren un valor profundo. La experiencia de la iniciación, en la que el profano es conducido con los ojos vendados hacia la Luz, representa la apertura a un camino de autoconocimiento, disciplina y transformación. En ese tránsito, las virtudes cardinales no son meros conceptos teóricos, sino prácticas constantes que orientan la vida dentro y fuera del Templo.

La Prudencia, primera de estas virtudes, enseña la importancia de actuar con sensatez, de deliberar antes de hablar, de observar con atención antes de juzgar. En el silencio del Aprendiz, que no es mutismo sino espera reflexiva, se forja la prudencia como actitud vital. No todo pensamiento debe expresarse, ni toda acción debe ejecutarse de inmediato. El discernimiento, como ejercicio cotidiano, permite al Aprendiz afinar su juicio y controlar sus impulsos, elemento clave en la búsqueda del equilibrio interior.

La Justicia, como virtud central, representa el fundamento ético de toda construcción masónica. Implica dar a cada quien lo que le corresponde, reconociendo en cada ser humano un igual en dignidad. En la Logia, donde todos los Hermanos se encuentran en el mismo nivel simbólico, la justicia adquiere un carácter operativo: se convierte en criterio de convivencia, de fraternidad y de verdad. Ser justo es actuar con rectitud, sin buscar ventaja ni promover el ego. La piedra no se talla solo para uno mismo, sino para la armonía de todo el edificio.

La Fortaleza es la virtud que permite continuar el trabajo cuando surgen las dificultades. No es la ausencia de temor, sino la persistencia en medio de él. El Aprendiz enfrenta desafíos tanto internos como externos: dudas, errores, resistencias. La piedra bruta no se transforma con un solo golpe. Es en el esfuerzo continuo donde se manifiesta la fortaleza del espíritu, el compromiso con el trabajo silencioso y la capacidad de sostener la obra aun cuando no se ve aún el resultado final. Cada martillazo es un acto de voluntad.

La Templanza modera los excesos, equilibra los extremos y permite gobernarse a sí mismo. En una sociedad dominada por las pasiones desbordadas, esta virtud enseña a contener sin reprimir, a dosificar sin apagar. El fuego de la emoción no debe consumir, sino templar como el crisol que purifica el metal. En el camino iniciático, la templanza es la virtud que asegura el equilibrio entre lo que se desea y lo que se necesita. Solo quien se conoce a sí mismo y regula sus deseos puede avanzar sin perderse.

Estas virtudes no actúan de forma aislada. Son interdependientes y complementarias. La justicia sin prudencia puede volverse rigidez; la fortaleza sin templanza puede convertirse en obstinación; la prudencia sin fortaleza puede degenerar en cobardía. La enseñanza del primer grado reside precisamente en esta integración paulatina de las virtudes, a través de la práctica diaria y la vigilancia constante sobre el pensamiento, la palabra y la acción.

El Aprendiz Masón, desde su ingreso al Templo, está llamado a construir no solo un conocimiento simbólico, sino una transformación ética y espiritual que se refleja en su conducta. Las virtudes cardinales son los cimientos sobre los cuales se eleva esa transformación. Son la base de una vida orientada por la sabiduría, guiada por la equidad, sostenida por la perseverancia y regulada por la moderación.

En la piedra bruta aún no pulida se esconde la potencialidad de toda obra perfecta. El trabajo sobre sí mismo, guiado por las virtudes cardinales, es la llave que permite revelar esa perfección. Que estas virtudes inspiren la conducta diaria del Aprendiz, fortalezcan su carácter y lo preparen para los grados superiores de la Masonería, así como para la vida profana vivida con conciencia, dignidad y verdad.

es mi palabra V:.M:.

G:.G:.C:.

M:.M:.

 

domingo, 20 de abril de 2025

La Fraternidad como pilar vivo de la unidad masónica

Muchacha leyendo una carta
Johannes Vermeer

En la vasta arquitectura del Templo del Gran Arquitecto del Universo, cada uno de nosotros es una piedra viva en el edificio moral de la humanidad. Así como la escuadra y el compás modelan nuestra conducta, y el cincel pule nuestras asperezas interiores, es la fraternidad la argamasa invisible que une nuestras almas y mantiene en cohesión el edificio espiritual de la Orden. La fraternidad no es un mero saludo ritual ni una palabra vacía, sino una fuerza sagrada que fluye entre nosotros, dando sentido a nuestro trabajo y elevando nuestra vocación.

La fraternidad masónica no se impone ni se hereda. Se construye, como se construye el Templo interior. Surge del reconocimiento profundo del otro como espejo de uno mismo; del deber libremente asumido de sostener al hermano en su caída, de moderarlo en su ascenso, de consolarlo en su aflicción, y de compartir con él la luz cuando esta brilla en nuestro taller.

A diferencia de otras instituciones profanas, la fraternidad masónica no está cimentada en la sangre ni en el interés, sino en el compromiso ético y espiritual de cultivar el amor fraternal. Es una fraternidad que exige trabajo sobre sí mismo, silencio en la discordia, templanza en la pasión y humildad en el juicio. Esta fraternidad no es pasiva; es activa, esculpe voluntades, funde diferencias, crea armonía donde antes había ruido.

Si la fraternidad es el lazo vivo que nos une, la unidad es su fruto más noble. Unidad no significa uniformidad, ni homogeneidad de pensamiento. En la francmasonería, la unidad es sinfonía, no monotonía; es la armonía de múltiples voces que vibran al unísono bajo la batuta de un ideal común. La unidad masónica nace del respeto a la diversidad de caminos, credos y procedencias, todos convergentes en el mismo deseo de perfección interior y de servicio a la humanidad.

No hay unidad verdadera sin fraternidad auténtica. Donde hay celos, rivalidades, intereses personales o luchas por poder, la unidad se quiebra, y con ella se resquebraja el templo. Pero cuando reina la fraternidad sincera, la diferencia se vuelve riqueza, el conflicto se transforma en oportunidad de crecimiento, y el taller entero avanza como un solo cuerpo, guiado por la Luz del Oriente.

Vivimos tiempos donde las fuerzas de la división, del individualismo exacerbado y del materialismo amenazan la cohesión de las instituciones, incluso de aquellas que se dicen consagradas al bien. La francmasonería no está exenta de tales riesgos. Solo una fraternidad sólida, cultivada con constancia y humildad, puede sostenernos firmes frente a las tormentas del mundo profano. Y solo ella puede renovarnos desde adentro, recordándonos que no somos columnas solitarias, sino parte de un diseño mayor.

El masón que no cultiva la fraternidad no puede aspirar a construir unidad, pues no ha comprendido aún el arte del amor constructivo. Ser fraterno es mirar al otro como un compañero de viaje, como un hermano de causa y de destino. Es comprender que cada logia es una célula viva del cuerpo masónico universal, y que su salud depende de la calidad del lazo fraterno que en ella se cultiva.

Queridos Hermanos, en cada tenida encendemos la llama de la fraternidad. No dejemos que esta se apague. Que nuestras palabras y actos reflejen ese compromiso profundo de tratarnos como verdaderos hermanos: con respeto, con paciencia, con compasión. Y que, desde esa fraternidad, siempre renovada, emerja una unidad masónica fuerte, luminosa y trascendente.

Así, nuestro Templo no será solo un símbolo, sino una realidad viva, visible y transformadora. Una unidad forjada no en el miedo ni en la sumisión, sino en el amor que no pide nada a cambio. Esa es la verdadera piedra angular sobre la que se alza la Francmasonería eterna.

Es mi palabra 

GGC

M:.M:.


jueves, 27 de marzo de 2025

Un viaje sin retorno


Laberinto
Leonora Carrintong


El simbolismo del viaje en la Masonería representa una travesía de transformación personal, intelectual y espiritual. A lo largo de los diversos grados y ritos, los viajes simbólicos conducen al masón por caminos de conocimiento, esfuerzo y autorreflexión que buscan modelar su “piedra bruta”, es decir, su ser imperfecto, hacia una versión más elevada y refinada.

Desde esta perspectiva, los viajes masones nos enseñan que la vida es una constante búsqueda de perfección a través del trabajo, el estudio y la reflexión. Cada obstáculo superado, cada herramienta simbólica empleada y cada conocimiento adquirido son pasos hacia la construcción de un templo interior más noble y elevado. La Masonería nos invita a ser arquitectos de nuestra propia existencia, enfrentando con valentía las adversidades y contribuyendo con sabiduría y amor a la construcción de una sociedad más justa y fraterna.

En la historia de la humanidad, los viajes han sido símbolos de transformación, aprendizaje y superación. Desde las epopeyas de los antiguos exploradores que cruzaron océanos en busca de nuevas tierras, hasta el esfuerzo personal que implica salir del hogar para cumplir metas académicas o profesionales, el acto de desplazarse físicamente o simbólicamente representa crecimiento. Este simbolismo tiene una analogía profunda con el conocimiento y los procesos educativos.

En el contexto educativo y del aprendizaje físico, esta filosofía también tiene resonancia. Cada estudiante emprende su propio viaje hacia el conocimiento, enfrentando desafíos que demandan esfuerzo, perseverancia y voluntad. Los docentes, como guías en este recorrido, ofrecen las herramientas necesarias para que los jóvenes puedan desbastar sus piedras brutas y transformarse en seres conscientes, críticos y compasivos. Desde la perspectiva docente, cada día en el aula se convierte en una travesía compartida con los estudiantes, donde el maestro no solo orienta el aprendizaje, sino que también enfrenta desafíos y busca nuevas formas de inspirar a sus alumnos.

El docente, al igual que el viajero masón, utiliza herramientas no físicas sino pedagógicas para moldear la "piedra bruta" del conocimiento, transformándola en una estructura sólida, comprensible y valiosa, capaz de sostener el crecimiento intelectual y humano.

Para una familia, el “viaje” puede significar el acompañamiento del desarrollo de sus hijos, enfrentando desafíos económicos, emocionales y sociales. Así como los artesanos antiguos moldeaban la piedra bruta con esfuerzo y dedicación, los padres moldean la vida de sus hijos mediante valores, enseñanzas y apoyo incondicional.

Los viajes también tienen un significado personal y profesional cuando alguien debe alejarse de su hogar para alcanzar sus metas. Esta decisión implica sacrificios, como la distancia de la familia o el enfrentamiento a lo desconocido. Sin embargo, al igual que en el quinto viaje simbólico descrito en la masonería, el retorno  ya sea físico o simbólico permite traer consigo sabiduría, experiencia y logros.

En definitiva, el simbolismo de los viajes, tanto en la masonería como en la vida, nos invita a recordar que el verdadero progreso nace del esfuerzo constante, la perseverancia y la dedicación. Cada trayecto, ya sea en el ámbito familiar, educativo o profesional, representa una oportunidad invaluable para aprender, crecer y trascender. Al desbastar nuestras propias imperfecciones y construir una versión más plena de nosotros mismos, nos preparamos no solo para enfrentar nuevos desafíos, sino también para compartir lo aprendido, dejando una huella positiva en nuestra comunidad y contribuyendo al bienestar de la humanidad.

Es mi palabra 

JGC

C:.M:.