A lo largo de la historia,
los seres humanos hemos buscado incansablemente respuestas para nuestra
existencia, hemos deseado saber de dónde venimos, quién nos creó, como surgimos
en el mundo, por qué y para qué estamos
presentes en él; hemos construido historias míticas a dichas respuestas y buscado
seres superiores a nosotros que le den sentido a una vida que está enteramente
traspasada por la incertidumbre; por la necesidad de sentirnos inmortales,
infinitos, insufribles y trascendentes. Pero nos hemos dado cuenta (aun
resistiéndonos) que estamos abocados a la fragilidad, a la finitud, necesitamos
protegernos de los peligros que nos acechan, del sufrimiento que causa saberse
incompleto, relativo, circunstancial; corpóreo.
La muerte de Lucrecia Eduardo Rosales |
Somos seres historizados,
llegamos a un mundo que hemos heredado a partir de la gramática, del lenguaje,
no como primeros seres sino como el compendio de lo que vamos siendo,
incompletos en el discurso y en la acción; fracturados e insatisfechos con la
herencia, intentando deshacernos de la presencia extraña que habita nuestra
existencia desde el principio.
Los seres humanos nos
debatimos entre dos frentes vitales el mundo y la vida, nuestra vida que es un
mundo, que trasciende al mundo y está más allá de él y la vida que está en
permanente deseo de transformación, una vida que no encaja y que a su vez es
deseo y posibilidad insatisfecha. Nos configuramos desde las relaciones de
situaciones heredadas, por eso somos pasado y aunque no podemos dejar de
comenzar ya hemos comenzado (ya nos han comenzado) y nos reconfiguramos y
re contextualizamos en el presente.
Nuestra finitud y
corporeidad nos define como tiempo y espacio, como herencia y deseo, como
tradición y como innovación, como nacimiento y muerte [1] por esto somos acción y
reacción que trasciende al cuerpo pero que sin duda surgimos de él; por esto la
idea metafísica de que hay algo en el mundo de orden substancial y eterno por
fuera de la propia corporeidad sitúa a su vez al ser por fuera de la
trascendencia, del espacio y del tiempo, en la promesa eterna y divina que no
se adquiere en la vida, sino que se encuentra en el espíritu infinito de bondad.
Desde la corporeidad los
seres humanos vivimos en contingencia, estamos a merced de la imprevisibilidad
que nos proporcionan los acontecimientos y los sucesos, que provocan en mayor y
menor grado rupturas, brechas insoldables que nos reconfiguran, después de un
acontecimiento no somos los mismos, acaecemos en la transformación y nada
vuelva a ser como antes. Somos una respuesta al acontecimiento en un sinfín de
posibilidades que se sitúan ahí, justo en el acontecimiento, de una o de otra
manera.
Los seres humanos tan
humanos, hemos determinado normas y acciones que nos preparan para la amenaza
de los acontecimientos, que nos dictan los comportamientos para enfrentarnos a
ellos y aún para distanciarnos de ellos, para escondernos de ellos; convenciones
colectivas que desdibujan la reacción a través de “ámbitos de inmunidad” o
máscaras protectoras que sirven de soporte a la estabilidad del orden
establecido. Una moral que obliga.
Pero los acontecimientos,
extraños, impredecibles, incontrolables, nos conminan a reacciones igualmente
extrañas, impredecibles e incontrolables que nos ponen frente a la acción de
las contingencias y su dominio, a la respuesta humana en espacios de
cordialidad, entendiendo la finitud propia y de los otros más allá de la
respuesta metafísica. Una ética que hace posible el entendimiento del
sufrimiento como una presencia inquietante común a todos, una reacción
compasiva al dolor que nos sitúa al lado del otro, y no en los pies del otro.
La compasión descansa sobre
una antropología corpórea y contingente, ambigua, sombría y doliente, puesto
que los acontecimientos nos obligan a la reacción, a una nueva esfera que se
inscribe en dejar de ser lo que hasta ese momento se es, para conocer otro que
está en la perplejidad del sufrimiento. La ética entonces es reacción libre,
del cuidado de sí mismos y de los otros, es la responsabilidad de asumirse en
el espacio de la intimidad, como una libertad creadora de la historia y la
gramática de los acontecimientos, la ética de la compasión es el entendimiento
de la muerte, como el proceso más factible, certero, imprevisto e inesperado;
la ética de la compasión encuentra sentido en la muerte, no en la propia, sino
en la del prójimo, porque la muerte del otro afecta en la identidad, es un
acontecimiento que me deja en falta, desprovisto, transformado.
La ética contempla al
sufrimiento, porque este es parte ineludible de la vida, es el aprendizaje
desde el cual se convive con la inquietud, con ese sentimiento en su
posibilidad; se sufre por la experiencia de las contingencias, por el deseo,
por la muerte, por el aburrimiento. La relación ética es ineludiblemente una
relación de nostalgia; el sufrimiento causado por el deseo de regresar, la
ética de la compasión está íntimamente ligada a la tensión entre el pasado y el
presente, es una práctica reflexiva de la libertad, desde donde el ser humano
se sitúa no en el deber ser, sino en la vulnerabilidad de él mismo, en la
búsqueda inagotable de la felicidad.
El buen samaritano Vincent Van Gogh |
La ética de la compasión, es
la ética de la situación: los seres humanos estamos en situación, estamos al
límite insoportable, por esto buscamos alternativas, desesperarnos, ocultarnos,
resignarnos para minimizar el dolor; para la vida humana estar en permanente
tensión es un tender hacia… una metamorfosis del ser, la ética de la compasión es una praxis del
dominio de las contingencias.
El sufrimiento entonces se
convierte en un permanecer en las insatisfacciones de las personas, sufrimos
por amor, por miedo, por celos, por angustia, por envidia, por avaricia, por
enfermedad, por el hastío. Permanecemos como un péndulo entre el dolor y el
aburrimiento, entre la incompletud y el hastío. Tan pronto conocemos la
felicidad, llegamos a su culmen, hemos de buscar en el sufrimiento otra
incesante búsqueda. Pero la cuestión no radica en desaparecer el hastío o el
sufrimiento, la cuestión está en cómo situarnos en el mundo, en cómo
enfrentamos la vida, en cómo elaboro mis
propios relatos para que ellos construyan mi realidad, la ética de la compasión
reconoce los límites del propio ser, no lo sublima, no lo proyecta a una
metafísica del espíritu que busca su bálsamo en el brazo de Horus, la ética de
la compasión no nos evita el dolor, nos pone de cara a él para que con nuestras
propias herramientas y en la libertad de nuestra propia vida actuemos, vivamos
y cambiemos. La ética de la compasión no se inscribe en paradigmas y
estereotipo, permite, acompaña sin obligación, sin norma y con plena conciencia,
la ética es el propio sentido de la vida.
Es mi palabra
AMAM:.M:.