De Vietnam a Ucrania Mural Palermo- Buenos Aires Argentina |
Estamos asistiendo a uno de los momentos más aciagos de la historia reciente de la humanidad, un momento en que las herramientas simbólicas parecen no tener eco, los ruidos de la guerra ahogan las fraguas y los malletes, y la desesperanza invade los templos milenarios de los maestros masones. Acaso ¿El delta luminoso ha menguado su luz?, ¿Será posible que las herramientas simbólicas se hayan roto ante nuestros ojos?
El cambio climático, producto de una depredadora sed
de capital y poder, ha venido cambiando nuestro ambiente a pasos agigantados,
la crisis alimentaria global da cuenta de un proceso casi imparable y
autodestructivo donde el aire caliente y contaminado inunda cada célula, cada
rincón del cuerpo, cada mutación, cada pensamiento.
Derivada de la crisis climática surgió una pandemia,
que en menos de un mes sumió a la humanidad en la incertidumbre, en el terror
de ver pasar la muerte por la ventana y de respirarla en cada bocanada de aire,
una infección feroz que todo lo infiltra y que todo lo toca. Vimos los muertos
en contenedores fríos apilados en Europa, en Asia, en América del norte,
presenciamos las calles vacías en nuestras ciudades y los supermercados
alojando uno que otro paquete, esperando a alguien que por fin desocupara el
ultimo anaquel.
No obstante, en aquel horizonte oscuro, una luz de
esperanza nos dio buenas nuevas, y la misma tecnología que ha calentado la
tierra y que derrite los polos, nos dio una manera de vencer a ese enemigo
antiguo y recurrente, aquel que es imposible de eliminar y que se reproduce y
evoluciona a velocidades inimaginables, un virus. Parecía que estábamos
salvados y que nos reconciliábamos con la existencia, que las tasas de
mortalidad volverían a caer y que la sobrepoblación seguiría su rumbo
catastrófico.
La vacuna relámpago y la carrera biológica puso en la
pista a las grandes potencias del mundo, ¿Pfizer o Sputnik?, ¿Sinovac o
Janssen?, ¿acaso la guerra fría no era cosa del pasado, acaso el muro de Berlín
no había caído en el 89?
Guerra, ¿quién diría Guerra en el siglo XXI?, sería impensable
después de una pandemia, o eso dirían en algún magazín light de algún noticiero
de las 7 de la noche.
Guerra, sí.
La guerra inicio otra vez, así como un virus infiltra los inermes ADN de sus víctimas, así como la capa de ozono sucumbe ante la polución, así como los corazones se endurecen y se acostumbran a las bombas y a los helicópteros artillados, así como los portaaviones rompen las olas del mediterráneo, el mar báltico y el mar negro, igual que siempre, la guerra ha vuelto.
Alguien dirá: nuestro país ha estado en guerra por
décadas, o sufrimos más por la pandemia en Colombia porque somos un país con
profundas desigualdades o, si, hemos contaminado el rio Bogotá borrándole la
historia de los conquistadores españoles que fueron de los primeros en teñirlo
de rojo.
Sí, es cierto, lo local es el reflejo de lo global.
Pero ahora estamos en peligro todos, todos como
especie, incluso siendo depredadores, invasores y devastadores de planetas, no
deberíamos desaparecer así no más.
Hoy debemos tomar como arma, la razon, como escudo la
tolerancia, y como arenga, la necesidad de que hombre y mujeres marchen juntos
en búsqueda de un ideal común: La paz, el bienestar colectivo y la construcción
de sociedades justas, lejos de la vanidad, la ignorancia y el fanatismo.
Pero ¿Cómo hacer frente a enemigos tan temerarios?
The Warrior Jean Michel Basquiat 1982 |
Nos queda la Fé, o la íntima persuasión de la conciencia fundada en la razón y el estudio de la naturaleza de las cosas y del espíritu humano. No una fe ciega, no una fe imposible, sino una fe de la bondad, una fe que no vamos a encontrar en ídolos políticos trepados en atriles o tarimas, ni en mesías cargados de dólares y de balas de mortero. Una fe que nace de las personas buenas y que aún creen que podemos lograr algo que nos salve de la hecatombe.
La misma fe que nos llevó a convencernos de que el
dialogo era la única forma de abordar el paro nacional, la misma que nos
permitió pensar en colectivo cuando nos vacunaron en la pandemia, la misma que
nos hace pensar que aun somos merecedores de este mundo y de sus maravillas.
Nos queda la esperanza o la perspectiva futura del
bien, el presentimiento de la recompensa, basada en la ley del equilibrio
universal; pues, así como tras de la noche viene el día y tras de la tempestad
viene la calma, así después de los dolores que algunas veces nos aquejan,
debemos creer que vendrán días de calma y bienestar, en que nuestro espíritu
reposará.
Pero es una esperanza firme, aquella que nos alienta a
pensar que los que ayudan a los refugiados en la frontera de Polonia, lo hacen
por amor al otro, por empatía con el sufrimiento. La esperanza de una nueva
Colombia donde el hambre sea historia de un pasado difuso y que la equidad en
todos los aspectos de la sociedad sea una visión calara del futuro.
Y nos queda el amor fraterno, o la sensación
indefinible que brota del alma a la sola idea del sufrimiento, que nos impulsa
a consolar el infortunio, sin premeditación, sin condiciones y sin el intento
de la recompensa. Es el abandono del orgullo y de la vanidad, que a veces se
esconden entre las campañas sociales por los pobres y desvalidos buscando
reconocimiento o dadivas entre los desprevenidos.
Es una fraternidad de corazón, un sentir por el otro,
genuino, autentico, con la consiente sensación de amor entre iguales, que están
en diferentes situaciones de la vida.
Fe, esperanza y amor fraterno es lo que gritan los
maestros del compás y la escuadra.
De la luz eterna del amor sincero por el otro y del
solido mallete de los obreros de la verdad y la razón.
Es mi Palabra
G:.G:.C:.
M:.M:.
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