El amor y la muerte han dialogado desde siempre en los mitos y en el espíritu humano. El primero aparece como fuerza creadora, unión y transformación; la segunda como límite inevitable y tránsito ineludible. Allí donde se cruzan, el misterio de la existencia revela que el amor trasciende incluso la tumba.
En la tradición griega
se cuenta que Eros nació de la unión de Poros, que representa el recurso y la
abundancia, y Penía, que encarna la pobreza y la carencia. Por eso el amor es
dual: siempre busca lo que no tiene, siempre se esfuerza por alcanzar lo que le
falta. No es estático, es impulso de superación. Así comprendemos que el amor
humano está hecho de deseo y carencia, de plenitud y búsqueda. También en Japón
se dice que Izanagi descendió al Yomi para buscar a su amada Izanami, mostrando
que el amor lleva al ser humano incluso a enfrentar la podredumbre de la
muerte. En la China, Niulang y Zhinu, separados por la Vía Láctea, se
encuentran una vez al año gracias al puente formado por las aves, recordándonos
que el amor no se somete al tiempo ni al espacio: une en un instante eterno. Y
en las culturas mesoamericanas, Quetzalcóatl baja al Mictlán para rescatar los
huesos de los antiguos hombres, movido por amor a la humanidad, para darles
nueva vida. En todas estas visiones, el amor es el poder que construye,
rescata, vence obstáculos y crea sentido allí donde la lógica esperaba un
final.
La muerte, en cambio,
aparece como destino y tránsito. Hades en Grecia, Yomi en Japón, Mictlán en
México: cada cultura la nombra y la reconoce como límite. La muerte recuerda
que somos frágiles, que todo ciclo se cumple, pero también enseña que la existencia
no se mide por su duración, sino por lo que se siembra antes del último
suspiro.
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| Muerte y vida Gustav Klimt Museo Leopold, Austria  | 
Hay relatos donde ambas
fuerzas se encuentran cara a cara. Orfeo desafía al Hades por Eurídice, Izanagi
no teme descender al Yomi, Quetzalcóatl arriesga su divinidad en el inframundo.
El mensaje es siempre el mismo: la muerte detiene cuerpos, pero no detiene la
fuerza del amor. Así lo enseña también un cuento sencillo: un soldado astuto
atrapó a la Muerte en un saco y la colgó de un árbol. Mientras estuvo
prisionera, nadie moría; los hombres envejecían y se marchitaban, pero la vida
no se extinguía. Y lo que parecía bendición se convirtió en condena, porque la
eternidad sin sentido es una prisión. Cuando la Muerte fue liberada, los
hombres comprendieron que no se trataba de huir de ella, sino de vivir tanto y
tan intensamente que su llegada fuese descanso y no derrota. Algo semejante nos
recuerda Tolkien en la historia de los hombres de Númenor: incapaces de aceptar
su destino mortal, buscaron prolongarse más allá de lo debido, y esa obsesión
los llevó a la ruina. Porque no es la duración de la vida lo que engrandece,
sino la intensidad con que se ama, se entrega y se construye en ella.
No hablo solo de mitos
y cuentos: en mi propia vida he sentido la dificultad de querer permanecer en
este mundo, cuando la muerte me susurraba al oído como si me invitara al
reposo. En esos instantes de sombra, ha sido el amor el que me ha levantado: el
de mis padres, que con sacrificio me dieron estudios y horizonte; el de mis
hermanos, que han sido sostén y compañía; el de mi novia, que me ha recordado
el sentido de caminar juntos. También el amor sencillo de los animales que nos
acompañan me lo ha demostrado. Recientemente, mi perra Guadalupe fue mordida
por la serpiente más venenosa de América, la Bothrops asper. La vi debatirse
entre la vida y la muerte. Y, sin embargo, sobrevivió al veneno porque estuvo
rodeada de cuidado, de manos que la sanaron y voces que la llamaron con cariño.
Ella venció a la muerte gracias al amor recibido. Ese episodio me mostró que el
amor no es metáfora: es fuerza vital.
El amor es lo único que
puede transformar el desprecio en dignidad, la exclusión en pertenencia, la
humillación en resiliencia. El hombre puede perderlo todo —bienes, títulos,
incluso la libertad de su cuerpo—, puede sentir la marginación o el rechazo, pero
si en su interior conserva amor, nada ni nadie podrá destruir su esencia. El
amor es lo que inspira, lo que cambia, lo que mueve montañas y abre caminos
donde solo había muros.
Por eso afirmo que el
amor no es sentimentalismo, sino principio de construcción. No se trata de
prolongar la vida indefinidamente, como el soldado que intentó retener a la
Muerte, ni de obsesionarse con la eternidad, como los hombres de Númenor. Se
trata de vivir con tanto amor que la obra realizada no muera con nosotros. El
amor es más fuerte que la muerte, porque la muerte calla, pero el amor hace
hablar a la memoria; la muerte divide, pero el amor reúne; la muerte concluye,
pero el amor comienza de nuevo en cada corazón tocado por su fuego.
El amor, nacido de la
dualidad de Poros y Penía, hecho de abundancia y carencia, se convierte en el
mayor recurso del ser humano. Es la luz que vence al desprecio, la chispa que
rehace destinos, el faro que nos guía incluso cuando el abismo nos llama.
Y también como maestro,
como docente, como profesor, he aprendido que el amor con el que damos nuestras
clases es una forma de transformar el mundo. Es un amor silencioso, muchas
veces invisible, pero que cambia vidas, abre horizontes y construye sociedad.
El aula se convierte en un templo donde sembramos luz, y esa luz germina en
cada estudiante que un día también brillará en el mundo.
Y por eso puedo decir
con certeza y con el corazón encendido:
Con el amor se puede
siempre alcanzar lo mejor.
Con el amor los sueños
que tengas se van a cumplir.
Porque yo mismo soy
prueba de ello: el jugador de rugby que vuelve a levantarse, el guardián que
protege la luz, el maestro que enseña con pasión, y el hombre que aprendió que
el amor es más fuerte que la muerte.
Es mi palabra,
Venerable Maestro.
J:.G:.C:.
M:.M:.

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