lunes, 3 de noviembre de 2025

Más allá del Susurro de la Muerte: El Poder del Amor

 

El amor y la muerte han dialogado desde siempre en los mitos y en el espíritu humano. El primero aparece como fuerza creadora, unión y transformación; la segunda como límite inevitable y tránsito ineludible. Allí donde se cruzan, el misterio de la existencia revela que el amor trasciende incluso la tumba.

 

En la tradición griega se cuenta que Eros nació de la unión de Poros, que representa el recurso y la abundancia, y Penía, que encarna la pobreza y la carencia. Por eso el amor es dual: siempre busca lo que no tiene, siempre se esfuerza por alcanzar lo que le falta. No es estático, es impulso de superación. Así comprendemos que el amor humano está hecho de deseo y carencia, de plenitud y búsqueda. También en Japón se dice que Izanagi descendió al Yomi para buscar a su amada Izanami, mostrando que el amor lleva al ser humano incluso a enfrentar la podredumbre de la muerte. En la China, Niulang y Zhinu, separados por la Vía Láctea, se encuentran una vez al año gracias al puente formado por las aves, recordándonos que el amor no se somete al tiempo ni al espacio: une en un instante eterno. Y en las culturas mesoamericanas, Quetzalcóatl baja al Mictlán para rescatar los huesos de los antiguos hombres, movido por amor a la humanidad, para darles nueva vida. En todas estas visiones, el amor es el poder que construye, rescata, vence obstáculos y crea sentido allí donde la lógica esperaba un final.

 

La muerte, en cambio, aparece como destino y tránsito. Hades en Grecia, Yomi en Japón, Mictlán en México: cada cultura la nombra y la reconoce como límite. La muerte recuerda que somos frágiles, que todo ciclo se cumple, pero también enseña que la existencia no se mide por su duración, sino por lo que se siembra antes del último suspiro.

Muerte y vida
Gustav Klimt
Museo Leopold, Austria
 

Hay relatos donde ambas fuerzas se encuentran cara a cara. Orfeo desafía al Hades por Eurídice, Izanagi no teme descender al Yomi, Quetzalcóatl arriesga su divinidad en el inframundo. El mensaje es siempre el mismo: la muerte detiene cuerpos, pero no detiene la fuerza del amor. Así lo enseña también un cuento sencillo: un soldado astuto atrapó a la Muerte en un saco y la colgó de un árbol. Mientras estuvo prisionera, nadie moría; los hombres envejecían y se marchitaban, pero la vida no se extinguía. Y lo que parecía bendición se convirtió en condena, porque la eternidad sin sentido es una prisión. Cuando la Muerte fue liberada, los hombres comprendieron que no se trataba de huir de ella, sino de vivir tanto y tan intensamente que su llegada fuese descanso y no derrota. Algo semejante nos recuerda Tolkien en la historia de los hombres de Númenor: incapaces de aceptar su destino mortal, buscaron prolongarse más allá de lo debido, y esa obsesión los llevó a la ruina. Porque no es la duración de la vida lo que engrandece, sino la intensidad con que se ama, se entrega y se construye en ella.

 

No hablo solo de mitos y cuentos: en mi propia vida he sentido la dificultad de querer permanecer en este mundo, cuando la muerte me susurraba al oído como si me invitara al reposo. En esos instantes de sombra, ha sido el amor el que me ha levantado: el de mis padres, que con sacrificio me dieron estudios y horizonte; el de mis hermanos, que han sido sostén y compañía; el de mi novia, que me ha recordado el sentido de caminar juntos. También el amor sencillo de los animales que nos acompañan me lo ha demostrado. Recientemente, mi perra Guadalupe fue mordida por la serpiente más venenosa de América, la Bothrops asper. La vi debatirse entre la vida y la muerte. Y, sin embargo, sobrevivió al veneno porque estuvo rodeada de cuidado, de manos que la sanaron y voces que la llamaron con cariño. Ella venció a la muerte gracias al amor recibido. Ese episodio me mostró que el amor no es metáfora: es fuerza vital.

 

El amor es lo único que puede transformar el desprecio en dignidad, la exclusión en pertenencia, la humillación en resiliencia. El hombre puede perderlo todo —bienes, títulos, incluso la libertad de su cuerpo—, puede sentir la marginación o el rechazo, pero si en su interior conserva amor, nada ni nadie podrá destruir su esencia. El amor es lo que inspira, lo que cambia, lo que mueve montañas y abre caminos donde solo había muros.

 

Por eso afirmo que el amor no es sentimentalismo, sino principio de construcción. No se trata de prolongar la vida indefinidamente, como el soldado que intentó retener a la Muerte, ni de obsesionarse con la eternidad, como los hombres de Númenor. Se trata de vivir con tanto amor que la obra realizada no muera con nosotros. El amor es más fuerte que la muerte, porque la muerte calla, pero el amor hace hablar a la memoria; la muerte divide, pero el amor reúne; la muerte concluye, pero el amor comienza de nuevo en cada corazón tocado por su fuego.

 

El amor, nacido de la dualidad de Poros y Penía, hecho de abundancia y carencia, se convierte en el mayor recurso del ser humano. Es la luz que vence al desprecio, la chispa que rehace destinos, el faro que nos guía incluso cuando el abismo nos llama.

 

Y también como maestro, como docente, como profesor, he aprendido que el amor con el que damos nuestras clases es una forma de transformar el mundo. Es un amor silencioso, muchas veces invisible, pero que cambia vidas, abre horizontes y construye sociedad. El aula se convierte en un templo donde sembramos luz, y esa luz germina en cada estudiante que un día también brillará en el mundo.

 

Y por eso puedo decir con certeza y con el corazón encendido:

 

Con el amor se puede siempre alcanzar lo mejor.

Con el amor los sueños que tengas se van a cumplir.

 

Porque yo mismo soy prueba de ello: el jugador de rugby que vuelve a levantarse, el guardián que protege la luz, el maestro que enseña con pasión, y el hombre que aprendió que el amor es más fuerte que la muerte.

 

Es mi palabra, Venerable Maestro.

J:.G:.C:.

M:.M:.

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